miércoles, 31 de diciembre de 2008

Alto a la ficción: Recuentos caleidoscópicos

Un alto a la ficción o debiera decir fricción. En realidad, de la poca que nos queda o la mucha que abruma, es cada vez mas complicado ver el limite entre una y otra, realidad y en medio tu ficción. Entonces los stop y demás señales de tránsito son casi irrelevantes, te las pasas de corrido, como ahora. Creo que conviven a tal nivel de inconciencia que una se acopla perfectamente a la irealidad de la otra. Todo se justifique en que hay realidades que matan y para eso ficciones dispuestas a morir, en una versión underground del mito prometeico, donde el fuego es a la ficción, que castigada muere por salvarnos de la estrepitosa realidad.
Es esa explicación o el padecer un síndrome agudamente avanzado (por no decir algo más grave) que te introduce a un espiral confuso en realidades; como el síndrome de Estocolmo, donde uno se encuentra dulcemente secuestrado, sin sentirse víctima alguna y entonces es prisionero a voluntad y sólo espera hacer lo justo y necesario para evadir alguna confabulación, si acaso existiera, que no le permita disfrutar de tal aventura. Pero esto de los síndromes con nombres de ciudades y normalmente nórdicas, no me da buena espina. Y pregunto, síndromes de tiempos revueltos, de sociedades hipocondríacas o calificativos lingüísticos que insisten en ponerle nombre a toda interacción humana para salir del aburrimiento, fin de pregunta. Y como podríamos llamar a ésta divagación por conductos virtuales tan efímeros, de narradores y editores todo en uno, de realidades y ficciones... me imagino que no tardará en ser un síndrome de esos vanos, ineficientes, de nombre y ciudad que tú quieras.
Lo cierto es que al hacer un alto a la ficción, en principio, se pensó en invitar a alguno de los nostálgicos que aparcan en la verdad de ninguno y que a cualquier estilo nos recuente su último día de diciembre; todo a favor de los demás días que le precedieron; y concluya, seguro, en que cualquier tiempo pasado fue mejor; que lo vivido se sostiene irremediablemente en ajustarse a fuerza de todo, a lo soñado, siempre y cuando no sea una pesadilla; que los años son quizás esa curiosa y profunda ficción que da cuenta de nuestros días mas, o menos felices…
Y hoy, en torno a una tarde levemente gris sea eso, un recuento calidoscópico, que en épocas como esta empieza donde termina.

martes, 30 de diciembre de 2008

Puerto ficción I

- Ella es de quien te había hablado. Ella es Paula.
Me ausenté algunos minutos, imaginé que ella hacia lo mismo. El intermediario movía las manos, gesticulaba y se reía; mientras los dos, por un breve momento, no existimos. Un presumible lugar donde estábamos era ese tierno reconocimiento sin asombro.

Claro que la recuerdo. De donde, no es la pregunta, de todo, es mi respuesta. Nos conocimos en un bar de Génova y solo podía ser al final de la vía Garibaldi, ella tenía la apariencia de no llegar hasta el muelle y yo de pasar aquel tiempo anclado al mismo muelle. Me había trasladado al viejo puerto en busca de embarcarme en cualquier carguero que tenga por requisito la inexperiencia en labores que no tengan que ver con tierra firme. Era casi imposible haberla conocido en un bar dentro de la ciudad, no frecuentaba ninguno, puesto que donde asomaba la curiosidad por palacetes multicolores, catedrales o museos convalecientes; yo huía despavorido. Si algo no me interesaba de la Génova antigua, medieval o hipermoderna era lo que no guardara relación directa con el mar, el mar que no necesita de vanas construcciones. Sin embargo es verdad que los dos primeros días me la pasé perdido por la ciudad, perdido en el sentido de agasajar mi arribo y despedir los días profanos que de vez en vez surgían en mi modo pasivo de ser; y es posible que de allí extraiga su dulce recuerdo…

¿Debiera decir que nos presentaron?. A pesar de mis certezas me limité a lo protocolar, ella hizo lo propio, hasta que seguro llegaría el momento propicio.

En aquellos días el viejo puerto fue la solución al final de un tiempo convexo, un tiempo atrapado en lo alto de un edificio, viendo como las ciudades arrastran sus cadenas en movimientos más, o menos estrepitosos. Tenía que celebrar el destape, el arriendo de esa habitación tan pequeña, donde solo importaba su ventana de eterna invitación a un inquietante mar; muchas veces pensé en esa ventana como en el marco de un lienzo misterioso o como el ribete blanco de una fotografía que estaba provista de miles instantáneas, donde era suficiente avanzar unos metros y cambiar de dimensión. Esos dos primeros días viví con intensidad de verme en el viejo puerto a punto de embarcarme hacia las entrañas del mediterráneo, y así rápidamente conocí a un napolitano de nombre Adriano, sumamente ordinario con quien conjugamos en seguida, a pesar de las pequeñas dificultades de los idiomas latinos. No podía ser menos y bebimos como los dioses, al tiempo de sus respuestas, brillantemente relatadas; mi curiosidad habló de mares y eternos viajes y en algún momento de bares y la intención por descubrir genovesas, pero el creyó mejor acercarnos a la ciudad, allá es posible que conozcamos mujeres que viajan con el único interés de sexo local, y un napolitano las conoce de sólo verlas, me dijo. A mi no me interesaba sus planes pero me costaba decir que prefería quedarme por acá, además el había invitado dos botellas de vodka y entonces le seguí el juego a pensar de que tampoco jugaba de local.
Recuerdo que entramos a muchos bares sin conseguir que mi compinche acierte con ese olfato agudo de sexo local. Hasta que de tanto bar y licor en algúno levante la cabeza... y Paula estaba ahí, tenía un rostro vivaz, ojos negros y profundos, tan inmensos como si cabiera todo su misterio en ellos, su cabello suavemente ondulado se peinaba hacia atrás, sin interrumpir los limites de su hermosa frente, sin interrumpir tampoco la perfección de sus mejillas; sentada allí sin parecer interesarle la conversación de su en torno. En ese mismo instante Adriano me dijo, es ella y en seguida fue directamente a la barra, prometo gestionarte una de sus amigas, dijo. Andábamos ya dos días en ese plan, pero algo me pasó que comencé a olvidar la borrachera que traía, fui hacia el lavado, moje mi cara reiteradas veces hasta volver a olvidar mi embriaguez o pertenecer a otra.
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Nuestros silencios se prolongaron en todo ese encuentro, hasta que Paula se levanto inesperadamente y dejo dicho que iba al lavado, los demás no prestaron mucha atención seguían las bromas y más risas, sin embargo yo la seguía lentamente con los ojos, recordando sus manías. Y sí, su dirección no era el lavado, quizás tomó un taxi o quizás camino durante unas horas. Yo pedí un arsenal de vodka, hasta que el camarero me dijo que el bar había cerrado.

martes, 23 de diciembre de 2008

Que te puedo decir, sino quizás

Siempre tardo en encontrar aquella frase; suele estar entre los noventa segundos, minutos breves u horas que a veces son semanas. Guardo una fe adorable por encontrar esa línea que me permita imaginar algún final confuso. La espera me estremece y a veces mis manos se ahogan en el intento de escribirla o acaso sea el miedo a que no sea ella la que me altere y sorprenda con una historia jamás escrita.
El fungir de escribidor, me permite ese deleite, se que vago, insensato y proscrito para seres poco validos para la creación; sin embargo reconforta mis días y me lleva a una rutina plena con mi humilde oficio. No puedo negar que mucho de esa imaginación se la debo a la lectura de expedientes frondosos, amarillentos imantados de un alo espeso, oscuro y profundamente penoso, son la miseria de esos expedientes los que alimentan mi imaginación, es la ruina del autor que me permite atrapar esa frase. Y así les disperso el polvo que atestiguan su olvido, y me entrego a su lectura como aquel humilde operario de limpieza que se ocupa del archivo general de expedientes judiciales, ese humilde ser que celebra actos despiadados; que se conmueve con la declaración de culpables y se indigna por la autosuficiencia de los jueces, ese ser que después de mucho intentos consigue su frase a fuerza de tanta inmundicia.
Después de esa primera línea, el escribir se me da de corrido, mientras pienso en lo despreciables que a veces podemos ser, pienso también en mi lado amable cuando por mas de diez segundos una mujer me mira directo a los ojos, distinto a esas miles de personas que cruzan y entrecruza mi rutina, y pienso en ella y su inmediata desaparición, en su soledad que intenta disimular con el carmín exagerado de sus labios, pienso que si me miraría por mas diez segundos sabría de que se trata mi existencia, se que poco importa, no soporto diez segundos, ni saber de que trato… mas allá de los diez segundos estoy perdido.
Y sigo escribiendo, escribo de cualquier cosa menos de lo que me nutro día a día, los expedientes sirven para mi primera frase, lo demás es un eterno divagar, sin decir nada concreto, sin preguntas de respuestas conocidas, como canciones que callan, como suspiros que estremecen, hasta que mi garganta se confunde con mis manos que se secan y me ahogo; me ahogo con mi pecho inflado de aire que no es aire, que son sonidos sabor agua.
(Que le puedo decir a esa muchacha que me enternece, que se recrimina por un extraña impotencia, que le puedo decir si no se decir nada, nada que me lleve a un final cerrado y concreto.)
Quizás por eso escriba y así tenga sentido mi oficio humilde de operario de limpieza, y también sirva mis ocho horas detrás de este delantal, roído por el polvo, por esa nube opaca que me rodea, sirva para esa mi primera línea que nunca tiene relación con el tórrido desenlace en que termina.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Ciudad futura

Voy dos años, siete meses y siete días en esta ciudad, ya casi me acostumbre a sus formas de otoño; a proliferar sus bares que abren más allá de la media noche; a pesar que después de esa hora sean mujeres poco atractivas las que te muestren una mueca en lugar de una sonrisa. Conozco lo que me importa de esta ciudad, más bares, bibliotecas gratuitas, cines gratuitos y toda forma de gratuidad que me satisfaga, además sé de un par de lugares en lo alto de esta llanura, donde puedes vapulear a ese montón de luces de neón y gritarle su inmundicia a ese espacio tan impersonal; incluso puedes emborracharte sin ser molestado por esos centinelas que acosan tu libertad.
El nombre de las ciudades, sus distintos nombres es lo único afable que guardaré en mi memoria, lo demás se fue perdiendo, hasta confundirse una con otra, ahora son todas iguales, igual de desoladas, de infames y el origen de las conspiraciones mas despiadados y deshumanizantes; quizás también pueda decir lo contrario o que la ciudad es bifronte; pero mi ciudad es despiadada y si llevo la cuenta de ésta en particular, no significa mucho, tan solo la prueba de seguir con vida y no perder la costumbre de decir lo que me plazca.
Es necesario que les cuente donde vivo, y es que es un barrio tranquilo y sobre todo barato, las manzanas me cuestan a mitad de precio y cuando voy comprándolas me da tiempo para ir comiendo una tras otra, que por supuesto no entra en el precio; converso mucho con los mercaderes de frutas, son mas amables que los cantineros y nunca se molestan por la fruta que uno come; eso a veces pretende hacerme cambiar de opinión; pensar en darle una oportunidad más a estas tristes ciudades es una improbable opción; puesto que no se trata de pensar que tan solo sea cosa de opinión, esta forma de vida no obedece a las buenas o malas personas que te puedas encontrar en sus arterias, precisamente salgo de noche para evitar tanta bondad de mañana, me gustaría que vendan fruta a media noche.
Si digo que me acostumbro a su forma otoñal es porque solo encontré dos estaciones, esa y la del tren que me lleva a la gran ciudad, he llegado a adorar los días otoñales quizás porque se llevaron todo de las demás estaciones, tan solo les dejó el frío, calor y viento y como tengo todos los humores para darme un paseo, voy de otoño a ver caer retazos amarillos de árboles añejos.
El tren y la gran ciudad. En una ciudad de nombre de fruta, me desenamoraba al subir a sus combis que me llevaban donde Adriana, que me llevaban en teoría, porque nunca lograron llevarme hasta donde ella, no podía y me regresaba a casa a mitad de viaje, tenía que ahorrar dinero durante algunos días para pagarme un taxi y abrazarla. Ahora me voy en tren por Paula, es diferente ella sabe que me gusta viajar en tren y aparece de sorpresa, se sienta a mi lado y como si fueramos parte de un tren de juguete vamos de un extremo de la ciudad al otro, lo que más me gusta de esos viajes es cuando Paula se queda prendida en algún lugar a través de la ventana, casi siempre es en el verdor donde aún se puede ver el horizonte.
A pesar de todo busco esa ciudad con escondite, que no lo sepa todo ni lo vea todo, que sea cómplice cuando salgo a media noche, que encuetre fruta en los bares y combis que logren llevarme a abrazar a Adriana; trenes eternos con Paulas a lado, busco esa ciudad posible, una ciudad futura.

viernes, 12 de diciembre de 2008

El idioma naufragio

Cuanto nos enseñaron nuestras rutas marcadas, cuantas de ellas fueron expuestas a los vientos cardinales, ¿importa acaso comprobar su realidad?. Da igual, con insólitos márgenes, saber si aquella tarde en el puerto de Helsinki perseguí a una ballena azul montado en aquel Tram Steamer infinitamente nostálgico, da igual si lo hice en sus costas o en Tierra del Fuego, importa la misma mirada que de tanta extrañeza naufragaba en los mares, también me da igual si lo hice desde mi cama reiteradas noches de invierno.
Son estas las historias que no solo nunca escribiré, sino aquellas historias que por su negación ha ser determinantes, eliminaron la posibilidad de acaso tan solo ser escritas, sino, sobre todo, la posibilidad de ser vividas. Sean quizás por esos giros inesperados de algún destino o sea quizás por mantener una obstinada pulcritud entre el preciso instante de armonía en aquella línea cartesiana de espacio y tiempo inspirador. Lo incierto es que aún trato de comprender que aquella privación a veces conciente y otras obtusa tuviera consecuencias que jamás pude prever.

I
Aquella tarde en el Tram Steamer vi pasar mis días en el más fulminante relámpago y puedo asegurar que cuando uno recuerda viejos pasajes de su vida en medio de un océano, el naufragio suele ser implacable. La memoria no solo te juega una mala pasada sino que se convierte en aquel iceberg que desmorona el navío y esa nostalgia te sepulta en lugar desconocido, al vaivén de las olas que dan señas de tiempos sosegados.

II
Cuando desperté recostado en las playas de Ushuaia, mi cabeza se despego del cuerpo y como cualquier trasto se dejo arrastrar por las olas que no solo descansan en las orillas sino que además llevan a todo objeto que quiera ser mar al más encantador de los naufragios. Mi cabeza como un fruto del palmar floto y floto sin convertirse en mar, hasta ser retirado por las mismas olas a cualquier isla lejana. Da igual lo que uno piensa las noches que uno pasa en la isla, para que decir que de los mas de mil y tres pensares, tres son historias inconclusas, amores perdidos no por el desdén del olvido, ni por la inacción de un miedo atávico; sino quizás por la irremediable adversidad de los verdaderos amores tan simples y complejos que quizás no tengan otra salida. Para que decir mas, si fueron la consecución de una y otra historia cada vez mas extraña como si el tiempo no tuviera espacio para una sola, como si el tiempo no fuese tiempo sino esquirlas de recuerdo.
Quizás nunca lo llegue a saber, fueron tantas veces que el final partió en otro bajel, fueron otros tantos instantes anhelados que solo responden a existir en la memoria y que de cualquiera otra forma huyen despavoridos. Si acaso persiga una condena será la de no haber podido establecer esa diferencia, pequeña diferencia, entre el fracaso y la dulce ruina.

III
A todo vapor, estaba en la cúspide de la travesía, como podía saber de una creciente, si apenas dos veces estuve a cargo del timonel, después de una mínima resistencia, mas producto de un reflejo que de mi astucia la embarcación encallo. Detuve los motores, me saque los anteojos y puse aquel libro encima del estante, apagué las luces y me acomode para seguir con mi viaje.