miércoles, 25 de febrero de 2009

Expreso destrucción

He sobrevivido a enormes catástrofes. Entre tantos secretos esta el de imitar, la situación nunca la escogí pero llegado el momento: imité y de tanto problema logré saber lo humano que soy.
¿Acaso se aprende a vivir de esa manera?
Como cuando fui un ladrón y terminé con un puñal hundido en el pecho, fue esa vez otra forma de reconocer mi miseria.
Aquella noche que terminé desangrándome supe que no podría vivir así y me pregunté ¿cual sería mi verdadera naturaleza? esa respuesta es nula como mi verdadera naturaleza, pero si me enteré que no volvería a morir del mismo puñal, de la misma miseria.
Quizás esto sea un manual de intimidad, de esa que solo lo saben las cucarachas que habitan tu habitación, quizás la manera mas torpe de mostrar fragilidad es decir por ejemplo que ya no renazco sin antes darle vueltas al suicidio para después pensar que aún hay un alo de dicha, de sentirse mejor.
Entonces evito relacionarme con seres que tengan la sangre congelada y acaso fría, aunque en salvajes capitalismos sean de gran proliferación, rehuyo a sus formas placenteras de mostrar su vanidad; seres dispuestos a llevarse lo poco de migajas que sirvan para alimentar, seres crueles que se atragantan con tus vísceras dejándote despanzurrado por cualquier callejón maloliente. Por eso prefiero seres inadvertidos, acaso marginales, desprovistos de todo para utilizar lo que llaman libertad, los encuentro profundamente sensatos, disfrutando de su ausencia, de su invisibilidad, de aquel anonimato que solo se desprende cuando tienen que solicitar un manojo de migajas, odio esas migajas, esas que reparan su apetito que son fuerzas para su afán, para sus días soleados, por la inmensidad de esos dos soles que suelen ser tus ojos posados en mi pecho asoleado. Que verdad tan inobjetable, ésta la de llevarse un bocado…
¿ Y cuando se pierde objetividad?
Quizás cuando se deja un gran cacho de agallas por cada rincón donde te obligas a soñar, sin autorización ni salvo conducto que lo permita, donde te obligas a quedarte por puro capricho desafiante al orden establecido.
He perdido agallas como se pierde años, las he perdido a temprana edad porque no me interesa el devenir de gente amable que al breve descuido te arranca los huevos, prefiero naufragar y acaso hundirme en voz alta de un sueño infinito.
Por eso quizás es que quiera consumirme a tu lado, no creas que es por miedo, es por disfrutar de mi anonimato y acaso todo lo dicho renglones atrás no necesiten de realidad.

viernes, 6 de febrero de 2009

Prehistórica encrucijada

La calle estaba acumulada, de tanto y de nada; corría la lluvia de mayo como las sensaciones de ausencias, mis ropas no resistían la frialdad del cielo que se precipitaba sobre mi espera, en un tiempo de lluvia, de viento estrellando en mi rostro y con tanto y de tan estrepitosa temporada, no te hallaba.
Entré a la librería de la esquinita de Lavapies y el Delirio, entraba para protegerme de las malas noticias, de no atinarte, de extraviarme y hojeaba la colección entera de Ernest en busca de una ruta narrativa que deje caer el nombre de la estación donde presumiblemente podría hallarte y el librero me preguntaba que es lo que buscaba y yo no le decía nada y me volvía a decir en que lo puedo ayudar y yo solo le decía gracias… y creía; ciegamente creía que Ernest me ayudaría, allí donde estuviese, entonces daba con una frase sugerente y volvía a la calle y pensaba que siempre te tenía presente aunque estuvieras tan fuera de mi.
Y llegaba a la estación completamente empapado, con el estomago en la garganta, con el esfínter a punto de evacuar y no te hallaba… después, sólo después tiritaba de frió y me decía de vuelta a enfermar.
El regreso era como una puñalada y de pronto estaba en mi habitación desangrándome al espejo que si tan solo pudiera responder.
Me preparaba un mate y de coca me calentaba, encendía la radio mientras el dial recorría todas las estaciones que aún tendría por buscarte, hasta dar contigo. Cuando sintonizaba esa canción que me retrataba, entonces sacaba de una caja de zapatos un vino tinto muy barato que compraba en el almacén a mitad de precio, y así empezaba a morir con ese mate, de coca y de tinto vino.
Al día siguiente de nuevo a la faena, a esa que me permitiera contar con los centavos necesarios para pagar la pieza, el restaurante chino donde comía y las cantidades de vino tinto para hacer la transfusión cada noche después de la puñalada, al regreso de tu ausencia.
Pero en ese entonces también viajaba al interior de ti o mis entrañas, lo hacia en un tren destartalado que me mantenía lejos de la realidad, y en el trayecto a la faena entonces jugaba con esos recuerdos y nuestras historias cambiaban de escenario como de colores, es verdad que se repetían tus mismos gestos, es que eran perfectos, se repetían tanto en amarillo como entre montañas rocosas cubiertas de verdor allá en lo alto del cielo. Yo siempre andaba enloquecido, y tu me decías que algún día moriría de tanta excitación y yo te respondía que moriría en un desvarío de tanto profesarte y te acercabas a mis labios y susurrando decías que era lo mismo, que muerto no te servia. Entonces el viaje se terminaba en la estación de Esperanza y regresaba; incorporándome lentamente en el devenir mas lejano a mi manera de estar y pasaban algunas horas para volver a encontrarme; mientras tanto en el medio de la calle conversaba con gente desconocida, prestando mi voz y mi canción a alguna compañía de teatro barato, donde no era yo, ni yo era él; porque no sentía ni miedo a la multitud, ni al ruido de la industria. Sólo algunos momentos mi mirada se extraviaba y entonces tenía que hacer funcionar una parte de mi sistema neurológico para que trate de atrapar esa mirada que se iba, he iba tras tu aroma; y al ponerla a resistir unos minutos más, mi garganta se atragantaba por verla sumida en la más triste de todas las miradas; solo en esas circunstancias me preguntaba si alguna vez volvería a verte.