martes, 31 de mayo de 2011

Malpaisillo

para Anitsuga

Al caminar días enteros por senderos zigzagueante y terminar sentada al margen de una carretera de asfalto que se pierde de puro horizonte; pensé que cualquier cosa que pudiera suceder, ya no tendría mucho que ver con la persona que habito.

Y efectivamente, no fue necesario mucho tiempo para que un camión destartalado me enrumbe a San Juan de Zulú. Allí pensé quedarme una noche. Necesitaba recuperar esas fuerzas que se gastan en imaginar un exquisito plato en la mesa y además había que dormir en una noche verdadera, con todos esos accesorios que la urbe infiltra en los pueblos.

San Juan de Zulú y los lagos, no pertenece a ninguna geografía de las distintas edades de la tierra. El nombre se lo puse en honor al primer niño que besé en la escuela. Aquél niño de condición humilde, siempre me pareció triste y divertido tal cual como me inspira este retazo de lugar. Lo conocí en la mitad de un año académico, duró en la escuela el tiempo suficiente para robarle un beso, luego desapareció de mis días y desde entonces el sentido que le doy a “siempre” esconde la transcendencia de la gota de agua con que se labran las piedras. La idea de siempre como un espejismo que te permite disfrutar del suspiro sin límite de tiempo, un sentimiento estático para volverte a olores del pasado por días enteros.

Zulú se siente apacible en su primera luz vespertina. Que obedece a aquel sueño en que navegas y que lentamente llega a final puerto al primer parpadeo. Eso y el canto de diversas aves me llevan a las mañanas de Zulú. Hundida en la mayor parte del tiempo, a su contemplación de líneas en forma de arboles, lagos y montañas; en forma de puentes, carrozas y faroles. Pero también en forma de gente cordial, huraña pero inevitablemente cercana. Todo en su conjunto y esa fijación del tiempo en su máximo valor: un presente colorido, cantante y sonante.

Nunca estuve pendiente de que me ocurra algo extraordinario en Zulú. Llegué por una noche a un pueblo inventado y me quedé por una larga temporada. Los días sucedieron sin prisa, con esa calma que solo los pueblos no han olvidado. Las labores se reducían a preparar una “chicha” de maíz muy temprano por la mañana, la que vendía en la plaza central con mucha rapidez. Lo que recibía a cambio me ayudaba a pagar la pequeña habitación encima del monte Libar y también para comprar insumos para la jornada siguiente. De la comida se encargaba doña Alicia que con mi ayuda atendía un pequeño restaurante. Fue a través de esos ritos diarios en que la mitad de la otra parte de mis días me pertenecía como nunca antes lo habían hecho.

Esos días en Zulú, le enseñaron a trazar a mi dedo, el destino próximo que me espere. Y en ese preciso instante imaginar la mezcla de colores, formas y sonidos para que no se me haga muy difícil terminar en cualquier extraño lugar. He sido cuidadosa al momento de trazar mis sueños/despiertos y más aún cuando lo hago con ese dedo índice que imagina, señala y dibuja. Nunca se con exactitud el momento en que trace ese futuro inmediato, sin embargo he cuidado de no hacerlo cerca de almanaques, mapamundis o nombres de lugares conocidos. Eso distorsiona el cometido y me entra un sentimiento que me espanta. Es como recordar un día de lluvia invernal en distópolis o en alguna de esas ciudades lejanas y tan de concreto, sin ningún techo que me aguarde, ni una mirada que cobije.

Por eso no importa la lejanía de los lugares, ni lo gastados que estén; tampoco su exotismo o algún vínculo con mis antepasados. Para imaginar San Juan de Zulú y los lagos solo hizo falta caminar tres montañas hacia el sol y el recuerdo de un beso infantil.

La creación de muchos Zulúes, de geografías diversas obedece a mi estrategia de construir un malpaisillo al final de mis tiempos.


martes, 19 de abril de 2011

Premonición



Fue mucho tiempo antes de abrir aquel sobre de manila.


La dureza con que me relató la desaparición de su hijo, se iba transformando en el dolor de mi madre, cuando a media noche se levanto con una extraña premonición:


Tu entrabas- me decía- en la mitad de mis sueños, yo te esperaba dormida en el suelo, solidarizándome con ese mi presentimiento de hallarte completamente desprotegido en alguna parte de este horroroso país, solo, tiritando de frio y con casi nada en el estomago. Entonces, tu empujabas la puerta con violencia y nuestras miradas se encontraban en la oscuridad de la noche, como dos enormes luciérnagas.


Y me hallé lleno de tierra y roído, de zapatos deshilachados, pelo crecido y arbustos colgando de mis harapos, recuerdo que al tirar de la puerta tú ya me besabas como si fuera tan fácil atrapar la felicidad. A esa rebosante alegría yo le respondía con un párate, que haces en el suelo, después te quejas de tus riñones. Fue desde ese momento en que ambos supimos que me había muerto.


Sin embargo podemos tener un presentimiento, una extraña inquietud que conforme va pasando el día se diluye en una realidad certera, quizás cotidiana o quizás no. Esa mañana, para nosotros, poco tuvo que ver con la cotidianidad, aunque por muy dentro lo supiésemos nuestros actos guardaban un cierto timo que nos negábamos a reconocer. Tu cuartada iba por los caminos de la esperanza, la peor de las angustias y la mía peor aún, era joven y nunca iba a morir.


Entonces salí en bicicleta, la muerte siempre llega en bicicleta me dijo un anciano de guitarra a la espalda que montado en una de ellas se alejaba de las farras y que terminó hecho un adefesio al colisionar con un camión. Yo al contrario fui detenido por un batallón del ejército, obligado a identificarme, agredido y humillado, supuestamente militante de un grupo guerrillero.


Estuve dieciséis días en cautiverio, lleno de fango y muerto de hambre hasta que una noche poco después de aquel encuentro de miradas clandestinas con mi madre, un tiro de gracia me hundió en el recuerdo. Me incineraron y sepultaron en una cloaca, un año después deje de existir para la mitad de mi gente y llevo nueve años desaparecido, solo existo para la esperanza de mi madre.


Recuerdo que una tarde paseabas de forma casual por estos montes desérticos. Esa tarde caminaste tanto y de no hallarme te quedaste sentada en una roca, en el mismo lugar donde me habían sepultado, yo quise unir mis cenizas y despertar en tu mirada para que ya no duermas en el suelo. No ocurrió eso. Sin embargo ayer llego a casa un sobre de manila, dentro de él un bosquejo de estos áridos montes donde me quemo y los nombres de mis asesinos.


Siento que te queda mucho trabajo, tocar puertas y llorar en las entrevistas pero sé que es la única forma de que duermas un poco más tranquila.

jueves, 31 de marzo de 2011

Una eterna sobremesa


Era un tiempo insensato, la mentira me ahogaba hasta los pies, las calles atestadas de marchas y contramarchas taladraban mi poca conciencia sobre el quehacer parapolítico, sicosocial, petroquímico y físico nuclear. Yo solamente quería pertenecer a una vida reposada provista de vino ahumado, un chef cualquiera que haya leído el manual de Gastón Acurio y claro a ti con cada uno de tus excesos...


Por las distintas teorías sociales que había leído, tampoco mi estatus quo vanal pecaba de desquiciado. Lo que aquella tarde había deseado con todas mis fuerzas, era lo que había anhelado la otra tarde y la de hace un año y la de diez hasta reducirlo a mi excitada niñez, no estabas tú, claro, pero el vino de mi padre, la sazón de mi madre y el espíritu santo de los excesos ya me hacían compañía.


Probablemente son ellos, como buenos padres, los que me entregaron al hedonismo. Virginia, la vecina del quinto, es responsable de mi onanismo. En cierta etapa de la vida todas las responsabilidades son transferibles, es como aligerar el equipaje de ese gran viaje que aun no termina. Nadie pretende llegar a una vejez cargando cuantas culpas o errores cometió, la vejez ya es una condena cruel por sí misma, para recargarlo de pensamientos insanos. Digan lo que digan los partidarios de la vida eterna, optimistas del Botox y la liposucción, tu movilidad se entorpece, tu memoria se reduce y alrededor la gente te trata con un sospechoso respeto. ¡Váyanse a la mierda! diría el padre de todo vicio, por cierto mi legitimo hacedor, seguido de un trago certero, sentenciaría: y que empiece ya la cuenta regresiva, pero lasciva.


Los hijos probablemente dueños de una falsa experiencia, guardianes de la “vida buena” den los más incrédulos consejos. Es imposible luchar contra nuestra naturaleza, aunque esa debiera ser nuestra razón de existir, es imposible escapar de lo tediosamente humano y empezar por ejemplo a preocuparse por el cuidado de nuestros progenitores. Es imposible que todo lo imposible resulte ser materia tratable al final de nuestros días.


Por esas razones de colmillos afilados y ante la muerte que vino ayer reproducida en la voz de un guionista, que cuidadosamente redactaba mi último día de existencia en este revoltoso espectáculo; es que me levanté temprano (a medio día aproximadamente) estiré cada articulación de mi cuerpo (al momento de levarme, claro) me dirigí a la cocina donde preparé (bueno en realidad apreté un par botones) y desayuné una suculenta receta de Gastón Acurio, acompañada de un Château Petrus formidable. Leí las dos primeras páginas del periódico, la receta del día, el horóscopo, alguno que otro aviso y los obituarios. Salí de casa en esa bicicleta que nunca uso y al cruzar la primera cuadra me hizo la peor de las jugadas, la más fatal si hay alguna peor, que me ha llevado a esta sobremesa, donde redacto el final grato de un irracional de las emociones agradables, probablemente un infeliz para el mundo entero.

miércoles, 26 de enero de 2011

El Poncho Colorado

en recuerdo a Maria

Quizás fueron nuestros cabellos la seña de nuestro encuentro. Los signos externos cobran vigencia cuando las almas aún no se conocen. Yo te acaba de ver quizás por vez primera, te recuerdo montada en un caballo con largas trenzas y de mirada desafiante. Aunque la verdad de aquel recuerdo, tenga más que ver con una mula prieta, tú mirada casi siempre triste y tímida pero siempre con esas hermosas trenzas que tejían tus cabellos.

La existencia tuya siempre fue un misterio, yo llegaba los días de agosto de cada año en un autobús provincial, cruzaba el puente de piedra asombrado por este nuevo lugar, tan pequeño y antiguo donde ocurrió tanto y ahora tan poco que temía morir de aburrimiento. Presiento que no te gustaban las visitas, porque cuando tocaba esa puertita de madera corroída por las lluvias y el viento tú ya te habías ido tempranito a la chacra. Siempre en tus labores no perdonaste ni un día del calendario solar, poniendo en evidencia esta holgazanería que me acompaña hasta estos tiempos.

No te conocí ni de manera casual, como conocí a Ofelia en sus lágrimas, como lo hice con Magnolia en su altanería; sin embargo tú ibas hacer la conexión con mi presente. Nunca supe de tus penas ni tampoco intuí tus alegrías, la relación contigo se resumía: a un simple agosto de cada año, a tímidas miradas, a desconocidos pensamientos, a un beso en la mejilla, o una cena en utensilios de barro y pan caliente. Claro que me querías, me querías como se quiere a un nieto desconocido que viene de tierras lejanas a incomodar una vida triste en los andes cusqueños. Me querías con ese silencio de los sentidos, como ese querer tan andino que duele y arranca sollozos.

Regrese unos años más tarde ya adolescente y sabido. Entonces es la edad insípida de la conciencia, torpe y testarudo me preguntaba cómo es que este altivo adolecente tenía un pasado tan poco conocido. Tú estabas al frente sentadita preparando la comida de bienvenida en una cocina de barro con fuego a leña, hablando en un idioma tan dulce que no comprendía. Es difícil pasar por alto ese conejo asado que tú misma te encargabas de atrapar en los recovecos de esa habitación, había mucho misterio en lo que preparabas ya sea por el idioma o por las hierbas que sacabas de una caja de madera. Siempre pensé que aquel potaje tenía una mágica receta que me hacía especial.

No creo que lo recuerdes, estabas muy borrachita aquel día de nuestro cumpleaños. Era una mañana preciosa, no falto tu receta mágica, ni melodías andinas que acompañaban la caída de la noche. Los invitados se alegraban conforme el licor recorría sus cuerpos y los dos bailamos como nunca lo volveríamos hacer. Viejos tristes huaynos que solo te atrevías a cantar y bailar en la intimidad del campo. Esa noche fue la excepción de nuestras vidas, de tu canto, de mi baile; esa noche nací a mi pasado y tú me arropaste con ese poncho colorado. Que sepas que no me desprendí de ese poncho colorado en muchos años, lo llevé por cuanto lugar caminé, corrí o me arrastré hasta que perdió su color y deshilachado se convirtió en esto que llevo dentro: tu recuerdo, el recuerdo de donde vengo, el amor a mi pasado.

viernes, 14 de enero de 2011

Buscador de Oro

Tenía la necesidad de aplastar esa ciudad, vagar a fuerza de pequeños descubrimientos que me permitan saborear ese ingrediente desconocido del que estaban hechas sus calles costrosas, desoladas, hirvientes de un sol tropical, tan llenas de mínimos relatos que quizás podría encontrar.

¿Cómo hallar ese rastro enterrado en el olvido? ¿Cómo encontrar esa sinrazón que no me obligue a ser un triste arqueólogo que imagina en la ciencia un gran relato? Sin embargo cada paso me lleva a nuevos vertederos, envueltos en bichos rarísimos de antenas bucales y dentadura anal. Otra vez el sol apabullador que me provee de más cansancio, es inútil, trastabillo, no encontraré más forajidos, ni melancólicos de la revolución, ya no es posible ninguna historia de amor ni nuevos planes para asaltar esa tu maldita quietud. Solo es posible que duerma la ciudad.

Hallador de ruinas, debería justificarme que hasta para verlas hay que tener una medida alta contra la presbicia, pero la verdad es que un trabajador del municipio no precisa de mucho para limpiar la inmundicia y hallar un cráneo del pleistoceno. Quizás haya llegado tarde a los eventos importantes o a lo mejor ni esos eventos son lo que prometían, algo así como enviar a un practicante a una zona inhóspita donde se cree que se avistara una nave nodriza, tan solo para librarse de su presencia . Acaso sea mi suerte la de un cronista cosmonauta, alguien que cuente relatos mágicos reciclados del menjunje, del mercado cachivachero, de la invención en salas enormes de techos altos de los hospicios donde nunca ocurrió nada.

La madrugada me sorprende en la mesa de un bar, con los brazos cruzados y la frente encima, de mirada directa a mis botines rotos. En seguida reacciono y paso revista al traje deshilachado y pantalones manchados que me albergan, vuelvo a pasar la mirada lenta al estilo de las viejas westers y concluyo que todo en conjunto me delata: Filibustero, vagamundo, despistado, contador de cuentos, buscador de oro.

Y como para ser feliz necesito apoyar mis esperanzas sobre una verdad metafísica, entonces cada mañana religiosamente me miento con una verdad divina.