jueves, 31 de marzo de 2011

Una eterna sobremesa


Era un tiempo insensato, la mentira me ahogaba hasta los pies, las calles atestadas de marchas y contramarchas taladraban mi poca conciencia sobre el quehacer parapolítico, sicosocial, petroquímico y físico nuclear. Yo solamente quería pertenecer a una vida reposada provista de vino ahumado, un chef cualquiera que haya leído el manual de Gastón Acurio y claro a ti con cada uno de tus excesos...


Por las distintas teorías sociales que había leído, tampoco mi estatus quo vanal pecaba de desquiciado. Lo que aquella tarde había deseado con todas mis fuerzas, era lo que había anhelado la otra tarde y la de hace un año y la de diez hasta reducirlo a mi excitada niñez, no estabas tú, claro, pero el vino de mi padre, la sazón de mi madre y el espíritu santo de los excesos ya me hacían compañía.


Probablemente son ellos, como buenos padres, los que me entregaron al hedonismo. Virginia, la vecina del quinto, es responsable de mi onanismo. En cierta etapa de la vida todas las responsabilidades son transferibles, es como aligerar el equipaje de ese gran viaje que aun no termina. Nadie pretende llegar a una vejez cargando cuantas culpas o errores cometió, la vejez ya es una condena cruel por sí misma, para recargarlo de pensamientos insanos. Digan lo que digan los partidarios de la vida eterna, optimistas del Botox y la liposucción, tu movilidad se entorpece, tu memoria se reduce y alrededor la gente te trata con un sospechoso respeto. ¡Váyanse a la mierda! diría el padre de todo vicio, por cierto mi legitimo hacedor, seguido de un trago certero, sentenciaría: y que empiece ya la cuenta regresiva, pero lasciva.


Los hijos probablemente dueños de una falsa experiencia, guardianes de la “vida buena” den los más incrédulos consejos. Es imposible luchar contra nuestra naturaleza, aunque esa debiera ser nuestra razón de existir, es imposible escapar de lo tediosamente humano y empezar por ejemplo a preocuparse por el cuidado de nuestros progenitores. Es imposible que todo lo imposible resulte ser materia tratable al final de nuestros días.


Por esas razones de colmillos afilados y ante la muerte que vino ayer reproducida en la voz de un guionista, que cuidadosamente redactaba mi último día de existencia en este revoltoso espectáculo; es que me levanté temprano (a medio día aproximadamente) estiré cada articulación de mi cuerpo (al momento de levarme, claro) me dirigí a la cocina donde preparé (bueno en realidad apreté un par botones) y desayuné una suculenta receta de Gastón Acurio, acompañada de un Château Petrus formidable. Leí las dos primeras páginas del periódico, la receta del día, el horóscopo, alguno que otro aviso y los obituarios. Salí de casa en esa bicicleta que nunca uso y al cruzar la primera cuadra me hizo la peor de las jugadas, la más fatal si hay alguna peor, que me ha llevado a esta sobremesa, donde redacto el final grato de un irracional de las emociones agradables, probablemente un infeliz para el mundo entero.