viernes, 6 de febrero de 2009

Prehistórica encrucijada

La calle estaba acumulada, de tanto y de nada; corría la lluvia de mayo como las sensaciones de ausencias, mis ropas no resistían la frialdad del cielo que se precipitaba sobre mi espera, en un tiempo de lluvia, de viento estrellando en mi rostro y con tanto y de tan estrepitosa temporada, no te hallaba.
Entré a la librería de la esquinita de Lavapies y el Delirio, entraba para protegerme de las malas noticias, de no atinarte, de extraviarme y hojeaba la colección entera de Ernest en busca de una ruta narrativa que deje caer el nombre de la estación donde presumiblemente podría hallarte y el librero me preguntaba que es lo que buscaba y yo no le decía nada y me volvía a decir en que lo puedo ayudar y yo solo le decía gracias… y creía; ciegamente creía que Ernest me ayudaría, allí donde estuviese, entonces daba con una frase sugerente y volvía a la calle y pensaba que siempre te tenía presente aunque estuvieras tan fuera de mi.
Y llegaba a la estación completamente empapado, con el estomago en la garganta, con el esfínter a punto de evacuar y no te hallaba… después, sólo después tiritaba de frió y me decía de vuelta a enfermar.
El regreso era como una puñalada y de pronto estaba en mi habitación desangrándome al espejo que si tan solo pudiera responder.
Me preparaba un mate y de coca me calentaba, encendía la radio mientras el dial recorría todas las estaciones que aún tendría por buscarte, hasta dar contigo. Cuando sintonizaba esa canción que me retrataba, entonces sacaba de una caja de zapatos un vino tinto muy barato que compraba en el almacén a mitad de precio, y así empezaba a morir con ese mate, de coca y de tinto vino.
Al día siguiente de nuevo a la faena, a esa que me permitiera contar con los centavos necesarios para pagar la pieza, el restaurante chino donde comía y las cantidades de vino tinto para hacer la transfusión cada noche después de la puñalada, al regreso de tu ausencia.
Pero en ese entonces también viajaba al interior de ti o mis entrañas, lo hacia en un tren destartalado que me mantenía lejos de la realidad, y en el trayecto a la faena entonces jugaba con esos recuerdos y nuestras historias cambiaban de escenario como de colores, es verdad que se repetían tus mismos gestos, es que eran perfectos, se repetían tanto en amarillo como entre montañas rocosas cubiertas de verdor allá en lo alto del cielo. Yo siempre andaba enloquecido, y tu me decías que algún día moriría de tanta excitación y yo te respondía que moriría en un desvarío de tanto profesarte y te acercabas a mis labios y susurrando decías que era lo mismo, que muerto no te servia. Entonces el viaje se terminaba en la estación de Esperanza y regresaba; incorporándome lentamente en el devenir mas lejano a mi manera de estar y pasaban algunas horas para volver a encontrarme; mientras tanto en el medio de la calle conversaba con gente desconocida, prestando mi voz y mi canción a alguna compañía de teatro barato, donde no era yo, ni yo era él; porque no sentía ni miedo a la multitud, ni al ruido de la industria. Sólo algunos momentos mi mirada se extraviaba y entonces tenía que hacer funcionar una parte de mi sistema neurológico para que trate de atrapar esa mirada que se iba, he iba tras tu aroma; y al ponerla a resistir unos minutos más, mi garganta se atragantaba por verla sumida en la más triste de todas las miradas; solo en esas circunstancias me preguntaba si alguna vez volvería a verte.