miércoles, 26 de enero de 2011

El Poncho Colorado

en recuerdo a Maria

Quizás fueron nuestros cabellos la seña de nuestro encuentro. Los signos externos cobran vigencia cuando las almas aún no se conocen. Yo te acaba de ver quizás por vez primera, te recuerdo montada en un caballo con largas trenzas y de mirada desafiante. Aunque la verdad de aquel recuerdo, tenga más que ver con una mula prieta, tú mirada casi siempre triste y tímida pero siempre con esas hermosas trenzas que tejían tus cabellos.

La existencia tuya siempre fue un misterio, yo llegaba los días de agosto de cada año en un autobús provincial, cruzaba el puente de piedra asombrado por este nuevo lugar, tan pequeño y antiguo donde ocurrió tanto y ahora tan poco que temía morir de aburrimiento. Presiento que no te gustaban las visitas, porque cuando tocaba esa puertita de madera corroída por las lluvias y el viento tú ya te habías ido tempranito a la chacra. Siempre en tus labores no perdonaste ni un día del calendario solar, poniendo en evidencia esta holgazanería que me acompaña hasta estos tiempos.

No te conocí ni de manera casual, como conocí a Ofelia en sus lágrimas, como lo hice con Magnolia en su altanería; sin embargo tú ibas hacer la conexión con mi presente. Nunca supe de tus penas ni tampoco intuí tus alegrías, la relación contigo se resumía: a un simple agosto de cada año, a tímidas miradas, a desconocidos pensamientos, a un beso en la mejilla, o una cena en utensilios de barro y pan caliente. Claro que me querías, me querías como se quiere a un nieto desconocido que viene de tierras lejanas a incomodar una vida triste en los andes cusqueños. Me querías con ese silencio de los sentidos, como ese querer tan andino que duele y arranca sollozos.

Regrese unos años más tarde ya adolescente y sabido. Entonces es la edad insípida de la conciencia, torpe y testarudo me preguntaba cómo es que este altivo adolecente tenía un pasado tan poco conocido. Tú estabas al frente sentadita preparando la comida de bienvenida en una cocina de barro con fuego a leña, hablando en un idioma tan dulce que no comprendía. Es difícil pasar por alto ese conejo asado que tú misma te encargabas de atrapar en los recovecos de esa habitación, había mucho misterio en lo que preparabas ya sea por el idioma o por las hierbas que sacabas de una caja de madera. Siempre pensé que aquel potaje tenía una mágica receta que me hacía especial.

No creo que lo recuerdes, estabas muy borrachita aquel día de nuestro cumpleaños. Era una mañana preciosa, no falto tu receta mágica, ni melodías andinas que acompañaban la caída de la noche. Los invitados se alegraban conforme el licor recorría sus cuerpos y los dos bailamos como nunca lo volveríamos hacer. Viejos tristes huaynos que solo te atrevías a cantar y bailar en la intimidad del campo. Esa noche fue la excepción de nuestras vidas, de tu canto, de mi baile; esa noche nací a mi pasado y tú me arropaste con ese poncho colorado. Que sepas que no me desprendí de ese poncho colorado en muchos años, lo llevé por cuanto lugar caminé, corrí o me arrastré hasta que perdió su color y deshilachado se convirtió en esto que llevo dentro: tu recuerdo, el recuerdo de donde vengo, el amor a mi pasado.