miércoles, 18 de julio de 2007

Dr. Merengue

No tengo otra cosa que decir, si tengo que admitir aquel extraño episodio: lo admito.
Empezaré por no dar ninguna referencia sicoanalítica y es porque no la tengo; mi madre me amamanto el tiempo requerido para no ser un bastardo de la misma manera que mi padre festejo con mucho vodka la llegada de su primogénito, su familia le abrazaba con entusiasmo y con especial ahinco cuando le dijeron que el nasciturus era un macho cabrio. Si toca tener en mano una encuesta mi infancia comprende la cifra inadvertida para todo investigador, así como la de una adolescencia sin sobresaltos, me atrevería a decir que muchas veces destaqué por la cordura y la noble decencia, heredada por esa educación privilegiada; si acaso muchos se habían iniciado sexualmente con la empleada doméstica, yo y un par de amigos no lo habríamos hecho jamás y no solo porque se abusa de una posición jerárquica, sobre todo porque me resulta asqueroso, más allá de eso nunca acepté un favor sexual a cambio de una prestación dineraria. Siendo así esta breve reseña, no podrían deducir la existencia de alguna clase de represión, con esa lógica podriamos deribar en la obligatoriedad de actos malévolos para una futura actuación etica. Para todas esas especulaciones existe una simple respuesta, no hubo represión en ninguno de mis actos, en cuanto a mi iniciación sexual, todo era cuestión de tiempo puesto que era muy bien parecido y tardé lo que se tarda en cumplir 17 años para tener el primer recuerdo sexual, inolvidable. Y de esa manera, la sucesión de dichas prácticas se mantuvo siempre por un buen camino, así como la mayoría de experiencias hedonistas, sin excesos, con cordura, esa fue mi máxima, como pueden ver no aquejé ningún desequilibrio.
Aquel día salí de casa, y a decir verdad tuve un raro presentimiento, no era una mañana habitual a pesar de que todo estaba en su lugar, era verano y el sol tenía que brillar y el aire acondicionado tenía que funcionar con mayor frecuencia. Tardé unos minutos en empezar la primera consulta, la que se desarrolló con total normalidad, hasta ese caso extraño de emergencia, en ese preciso instante recibí una llamada telefónica, un breve susurro, me decía elimínalo; después de aquel instante sentí que se evaporaba esa filantrópica vida, ese médico sin fronteras, todo ello, quebró.
El hombre de urgencia entro con un cuadro crítico de infarto, solo tuve que administrarle una dosis de digoxin para en algunos días provocar lo inevitable.
Al día siguiente una mujer con bajas defensas y la sobredosis de un medicamento letal escribirían su lento avance a la muerte y así los pacientes desfilaban con aquellos males que traian en hombros y yo en el mismo consultoria aceleraba ese proyecto inmutable; muchas veces me pregunté si acaso la rigurosidad con la que seguían el tratamiento les otrogaba en muchos casos el alargamiento de vida a mis pacientes, hasta pienso si quizás por allí hice un aporte a la ciencia.
En fin a todo ello le siguieron unos 15 años más de ejercicio profesional, siempre recomendando lo nocivo para determinado actor, todo un arte para una muerte lenta pero inevitable, tal como siempre a sido ella, al fin y al cabo esos rios siempre van a la mar y el poema termina, que es es el morir.
Por último si debo ese apelativo de Dr.Merengue es por la pulcritud de mis actos, a esa vista exterior, blanco como el merengue, de elegancia advertida, elocuencia inobjetable debo ese prestigio de noble curador, antes que todo amigo de los enfermos, de tiempo completo a mi profesión y quien sabe quizás en algún tiempo valorado.


NOTA: Constiuye ésta una carta después de su muerte del Dr. Merengue que pulcro en su actuar se suicido cuidadosamente, dicho proceso duró 6 años y ya de edad muy avanzada murió en el patio de un hospital con una inmensa muchedumbre esperando su último suspiro.
Ah olvidaba también hubo música celestial.