lunes, 27 de agosto de 2007

La última de la fila

No se cuanto de original tenga ya el pecado o si alguien de tradición judea- cristiana logra recordar en que consistía esa ofensa magnánima. Lo cierto es que Sara se escapo de casa para acostarse conmigo, mordió una manzana, aplasto a un insecto y después encendió un cigarillo, le dije que el pecado no existía, no se por que se lo dije, será porque Sara me dijo que tenía 17 años y a mi me atacó un sentimiento de culpa, de esos que te empequeñece pero era tarde, después de revolcarnos como los mas legendarios homo sapiens, me la pasé justificando acciones, preguntándole reiteradas veces que si esto lo había hecho con conciencia plena; tratando de escuchar de esos labios color sexo la decisión de sus actos, todo esto lo hacía como si el dedo de dios me lo exigiese, aún así la culpa me estremecía; es extraño pero ese sentimiento de culpa se relaciona directamente con la ley, porque le juré que volvería a insinuarle una escena así de sexual en dos meses, a sus dieciocho no habría pecado, ni culpa, ni conciencia que soporte una habitación con sabanas limpias y ella desnuda.
Fue cuando me puse algo más relajado, en el momento que ella se trepo en mi y con un movimiento brusco terminamos soldados uno en otro; me susurro a la altura del pecho, mientras bajaba lentamente... que si yo creía en dios, seguro que no existía, porque en realidad ella tenía 15 y dios no podía hacer nada al respecto. En ese instante dios aumento su tamaño y su dedo acusador lo hizo con la misma proporción, era del tamaño de la habitación y yo seguía soldado a ella, no había escapatoria, era sorprendido infragante, al mismo instante que sonaban las sirenas de algún patrullero ( la teocracia se fundo en mi). Con esa escena todo estaba consumado seguro que terminaría en una prisión de máxima seguridad, en el pabellón de violadores y lo peor a merced de las normas de malechores que castigan con la vara de un negro aventajado a cualquier acusado de violación. De esa forma empezaría la tragedia y al cabo de unos meses utilizarían mi único orificio preciado, como el mejor transporte de droga en la prisión. Pero ella me decía que me quería y yo no podía describir esa extraña sensación de miedo, de estupor pero con un final pendiente de prolongada nirvana.
Paso todo una vida para que nos volvamos a ver y fue de casualidad que en un viaje a Barcelona camino a la embajada peruana, me sorprendió su figura, colgaban dos niños de ella, uno de su brazo y otro de su pierna izquierda, un sol adormecedor terminaba con sus pocas energías, ahí en lo última de la fila, de una fila de peruanos inmigrantes que esperaban su turno y yo no la pude esperar a ella.