miércoles, 31 de enero de 2007

Congelados un instante

Ahi estaba él, entre un quinteto de sonrisas; su excluyente tristeza, me hacia ver a un confundido muchacho, su posición no era favorable, apenas lograba ver la punta de sus borsellis y esa mueca extraña en busca de tiempos mejores. Es probable que a nadie llame la atención, desde esa posición siempre es imposible, además, son asuntos sin importancia, interesa para este caso una buena fachada y cinco sonrisas son más que suficientes para justificar una feliz partida.
Mucho más tarde aquella mirada esquiva, esa tristeza insondable, no la sacaba de mi mente, imaginaba a un presumible Juan, y sus primeros pasos, sostenido de los dedos de María su madre, que en un acto de pertenencia le narra historias de hadas que son madres, de hijos que son esperanzas. Algunos años después, una noche cualquiera, entra a su habitación, se sienta a su lado acaricia sus cabellos y se despide con un beso más grande que un estadio; mientras el pequeño Juan sueña con vaqueros y apaches, piloteando una nave, disparando una pistola con agua. Al mes siguiente María le anuncia su primer encuentro con la escuela, le acompaña hasta el aula, hasta unir su pequeña mano con la de su nueva maestra, el pequeño Juan no puede contenerse desprende mil lágrimas y regresa a los brazos de su madre, pero la sucesión de días curan las distancias, los juegos infantiles dan rienda suelta a la imaginación y al despredimiento, los juegos son extraños, inclasificables, solo después serán convencionales.
Juan prefiere el fútbol que básquet, la rudeza de su juego se impone al talento de sus compañeros, es quien escoge el equipo y decide quienes van al descanso, a pesar de sus excesos es un adolescente noble, orgullo y razón de ser de su madre. Uno días más tarde, con ella enferma, Juan deja la escuela.
Unos meses depués pude imaginar a X o María en cualquier lugar lejano deslizando lentamente su dedo indice por el rostro de su soldado favorito, añorando el tiempo de encuentro a través de una fotografía, en el mismo instante que Juan era abatido por aquella bala que destrozaba su craneo, volviendose todo confuso, con un Juan inerte, regado en algún lugar que jamás imaginó para la eternidad y María desprendiendo las primeras lágrimas dejando caer aquella fotografía.